Es importante aclarar la diferencia entre la desgracia, o más
exactamente, el malestar y los dolores efímeros. Éstos dependen de
circunstancias externas, mientras que la desgracia, o dukha, es un profundo estado
de insatisfacción que perdura pese a circunstancias exteriores favorables. A la
inversa, es posible sufrir física y mentalmente, sentir tristeza, por ejemplo,
sin perder el sentimiento de plenitud, sukha, que reposa sobre la paz interior
y el altruismo. Se trata de dos niveles de experiencia que podemos comparar
respectivamente con las olas y las profundidades del mar. En la superficie, una
tormenta causa estragos, pero en las profundidades continúa reinando la calma.
El sabio permanece siempre unido a las profundidades. En el extremo opuesto, el
que sólo vive las experiencias de la superficie y hace caso omiso de las
profundidades de la paz interior, se encuentra perdido cuando las olas del
sufrimiento lo zarandean.
Pero, objetará alguien, ¿cómo no voy a sentirme consternado si
mi hijo está muy enfermo y sé que va a morir? ¿Cómo no me va a partir el
corazón cuando veo a miles de civiles deportados, heridos, víctimas de la
guerra? ¿No debo sentir nada? ¿En nombre de qué se puede aceptar eso? Incluso
el más sereno de los sabios se sentiría afectado, efectivamente. ¿Cuántas
veces he visto llorar al Dalai Lama
pensando en los sufrimientos de personas a las que acababa de ver? La
diferencia del sabio y el ser corriente es que el primero puede manifestar un
amor incondicional al que sufre y hacer todo lo que está en su mano para
atenuar su dolor, sin que su propia visión de la existencia se tambalee. Lo
esencial es estar disponible para los demás, sin por ello caer en la
desesperación cuando los acontecimientos naturales de la vida y de la muerte
siguen su curso.
Desde hace unos años, tengo un amigo sij, un hombre de unos
sesenta años, con una hermosa barba blanca, que trabaja en el aeropuerto de
Delhi. Cada vez que tengo que coger un avión, tomamos una taza de té mientras
hablamos de filosofía y de espiritualidad, y siempre reanudamos la conversación
en el punto donde la habíamos dejado meses antes. Un día, me dijo nada más
verme: “Mi padre murió hace unas semanas. Estoy consternado, porque siento su
desaparición como una injusticia. No puedo ni comprenderla ni admitirla”. Sin
embargo, el mundo en sí no puede ser calificado de injusto –no hace sino
reflejar las leyes de causa y efecto- y la impermanencia, la precariedad de
todo es un fenómeno natural.
Con el mayor tacto posible, le conté la historia de una mujer
desesperada por la muerte de su hijo, que fue a ver al Buda para suplicarle que
le devolviera la vida. El Buda le pidió que le llevara un puñado de tierra
procedente de una casa donde no se hubiera producido jamás un fallecimiento.
Después de haber recorrido el pueblo y haber comprobado que todas las casas
habían conocido el duelo, volvió a visitar al Buda, quien la reconfortó con
palabras de amor y de sabiduría.
Le conté también la historia de Dza Mura Tulku, un maestro
espiritual que vivió a principios del siglo XX en el este del Tíbet. Había fundado una familia y durante toda su
vida había sentido por su mujer una gran ternura, que era recíproca. No hacía
nada sin ella y siempre decía que, si ella desapareciese, no la sobreviviría
mucho tiempo. La mujer murió repentinamente. Los allegados y los discípulos del
maestro fueron enseguida a su casa, pero, recordando las palabras que le habían
oído pronunciar a menudo, ninguno de ellos se atrevía a anunciarle la noticia.
Por fin, un discípulo le dijo de la manera más sencilla posible que su esposa
había muerto.
La reacción dramática que temían no se produjo. El maestro los
miró lleno de asombro y les dijo: “¿Cómo es que parecéis tan consternados? ¿No
os he dicho muchas veces que los fenómenos y los seres son impermanentes?
Incluso el Buda dejó el mundo”. Por mucha ternura que el sabio hubiera sentido
por su esposa, y pese a la inmensa tristeza que con toda seguridad le producía
su muerte, estar destrozado por el dolor no habría añadido nada a su amor por
ella, al contrario. Para él, era más importante rezar serenamente por la
difunta y presentarle la ofrenda de esa serenidad.
Permanecer dolorosamente obsesionado por una situación o por el
recuerdo de un difunto, hasta el extremo de estar destrozado meses o años, no
es una prueba de afecto, sino de apego que no resulta nada beneficioso ni para
los demás ni para uno mismo. Si logramos admitir que la muerte forma parte de
la vida, la angustia cede paso a paso a la comprensión y a la paz. “No creas
que me rindes un gran homenaje dejando que mi muerte se convierta en el gran
acontecimiento de tu vida. El mejor tributo que puedes pagar a tu madre es
continuar llevando la existencia fecunda y feliz” Estas palabras se las dirigió
una madre a su hijo unos instantes antes de morir.
Así pues, la forma en que vivimos esas oleadas de sufrimiento
depende considerablemente de nuestra propia actitud. Siempre es mejor
familiarizarse con los sufrimientos que te pueden sobrevenir –algunos de los
cuales, como la enfermedad, la vejez y la muerte, son inevitables- y prepararse
para hacerles frente que dejar que te pillen desprevenido y que te domine la
angustia. Un dolor físico o moral puede ser intenso sin por ello destruir
nuestra visión positiva de la existencia. Una vez que hemos adquirido cierta
paz interior, es más fácil preservar nuestra fortaleza espiritual o recuperarla
con rapidez, aunque exteriormente nos hallemos confrontados a circunstancias
muy difíciles.
¿Accedemos quizás a esta paz mental por el simple hecho de
desearla? Es poco probable. No nos ganamos la vida sólo deseándolo. Del mismo
modo, la paz es un tesoro de la mente que no se adquiere sin esfuerzo. Si
dejamos que los problemas personales, por trágicos que sean, nos dominen, no
hacemos sino incrementar nuestras dificultades y nos volvemos también una carga
para los que nos rodean. Si nuestra mente se acostumbra a tener en cuenta sólo
el dolor que le causan los acontecimientos a los seres, llegará un día en que
el menor incidente le producirá una pena infinita. Como la intensidad de ese
sentimiento aumenta con la costumbre, todo cuanto nos suceda acabará por
afligirnos y la paz no tendrá cabida en nosotros. Todas las apariencias
adoptarán un carácter hostil, nos rebelaremos amargamente contra nuestra suerte
hasta el punto de dudar del propio sentido de la existencia. Es esencial, en
consecuencia, adquirir cierta paz interior, de suerte que, sin mermar en modo
alguno nuestra sensibilidad, nuestro amor y nuestro altruismo, sepamos
vincularnos con las profundidades de nuestro ser.
Los aspectos más atroces del sufrimiento –la miseria, el hambre,
las matanzas- suelen ser mucho menos visibles en los países democráticos, donde
el progreso material ha permitido remediar numerosos males que continúan
afligiendo a los países pobres y políticamente inestables. Sin embargo, los
habitantes de ese “mejor de los mundos” parecen haber perdido la capacidad de
aceptar los sufrimientos inevitables que acarrean la enfermedad y la muerte. En
Occidente es común considerar el sufrimiento como una anomalía, una injusticia
o un fracaso. En Oriente se toma con menos dramatismo y se afronta con más
valor y tolerancia. En la sociedad tibetana no es raro ver a gente bromear
junto a la cabecera de un difunto, cosa que en Occidente chocaría. No es una
muestra de falta de afecto, sino de comprensión de la ineluctabilidad de tales
adversidades, así como la certeza de que existe un remedio interior para el
tormento, para la angustia de quedarse solo. Para un occidental, mucho más
individualista, todo lo que perturba, amenaza y finalmente destruye al
individuo es percibido como un drama absoluto, pues el individuo constituye un
mundo por sí solo. En Oriente, donde prevalece una visión más holística del
mundo y donde se concede más importancia a las relaciones entre todos los seres
y a la creencia en un continuo de conciencia que renace, la muerte no es
aniquilación sino un paso.