Tenzin
Kunchap, el “monje rebelde”, escapó varias veces de prisiones chinas, pero
siempre volvían a apresarlo. En una de sus tentativas de fuga, se sumergió en
una fosa séptica para escapar de sus perseguidores. Al final lo capturaron, lo
regaron con la manguera y lo dejaron en el patio de la cárcel, donde se
transformó en un bloque de hielo. Lo revivieron para golpearlo hasta que perdió
de nuevo el conocimiento. “Tienes que superar el odio y el desaliento”, se
repetía constantemente al terminar las sesiones de tortura con la porra
eléctrica. No se trata de una toma de postura intelectual y moral, distinta
cultural y filosóficamente de la nuestra, que podría ser tema interminable de debate.
Esas personas tienen derecho a decir que es posible preservar sukha incluso siendo sometido
regularmente a tortura, porque lo han vivido durante años y la autenticidad de
su experiencia posee una fuerza mayor que cualquier teoría.
Otro
recuerdo que me viene a la mente es el de un hombre que conozco desde hace más
de veinte años y que vive en la provincia de Bumthang, en el corazón del reino himalayo
de Bután. Es un hombre-tronco. Nació así. Vive en las afueras de un pueblo, en
una pequeña cabaña de bambú de pocos metros cuadrados. No sale nunca y apenas
se aparta del colchón, que descansa directamente sobre el suelo. Orina a través
de un tubo y defeca por un agujero practicado en el suelo, sobre un arroyo que
pasa por debajo de la cabaña, construida sobre pilotes. Llegó del Tibet hace
cuarenta años, transportado por otros refugiados, y desde entonces siempre ha
vivido ahí. El hecho de que siga con vida ya es bastante extraordinario de por
sí, pero lo más impresionante es la alegría que emana de él. Siempre que lo veo
manifiesta la misma actitud serena, sencilla, dulce y desprovista de
afectación. Cuando le hacen pequeños regalos (comida, una manta, una radio,
etc.) dice que no vale la pena llevarle nada: “¿Qué voy a necesitar yo?”
pregunta riendo. A menudo encuentras en su cabaña a alguien del pueblo, un
niño, un anciano, un hombre o una mujer que van a llevarle agua o un plato de
comida, o a charlar un poco. Pero, sobre todo, dicen, van porque les sienta
bien pasar un rato con él. Le piden consejo. Cuando surge un problema en el
pueblo, normalmente se dirigen a él. De hecho, ¿podría interesarle algo que no
fuera los demás? Cuando Dilgo Khyentsé Rimpoché, mi padre espiritual, iba a
Bumthang, a veces le hacía una visita. Le daba su bendición porque nuestro
amigo se la pedía, pero Khyentsé Rimpoché sabía que no la necesitaba tanto como
la mayoría de nosotros. Ese hombre ha encontrado la felicidad en sí mismo y
nada puede quitársela, ni la vida ni la muerte.