Desde
luego, no es fácil, pero la experiencia demuestra que es posible. He conocido a
muchas personas que practican la meditación que padecían enfermedades
terminales especialmente dolorosas y que, utilizando este método, parecían
bastante serenos y relativamente poco afectados por el dolor. Mi añorado amigo
Francisco Varela, famoso investigador en ciencias cognitivas que practicaba la
meditación budista, me contó, cuando mantuvimos una larga conversación unas
semanas antes de que muriera como consecuencia de un cáncer generalizado, que
conseguía permanecer casi todo el tiempo en “presencia despierta”. En tales
condiciones, el dolor físico le parecía muy lejano y no le impedía conservar la
paz interior. Por lo demás, necesitaba dosis muy pequeñas de analgésicos. Su esposa,
Amy, me dijo que había conservado la lucidez y esa serenidad contemplativa
hasta que exhaló el último suspiro.
Durante un
congreso sobre el sufrimiento en el que participé, algunos asistentes negaban
con vehemencia que se pudiera preservar una forma de serenidad en el sufrimiento
físico y en condiciones abominables como la
tortura. Yo relaté los testimonios de varias personas a las que he
conocido a fondo y que han soportado pruebas físicas apenas concebibles. Entre
ellas, Ani Patchen, princesa, monja y resistente tibetana, a quien, al
principio de sus veintiún años de encarcelamiento, mantuvieron nueve meses en
una oscuridad total. Tan sólo el canto de los pájaros que oía desde la celda le
permitía distinguir el día de la noche. Citemos también el ejemplo de Tendzin
Tcheudrak, el médico del Dalai Lama, y el de Palden Gyatso. Ambos sufrieron
horribles torturas y pasaron muchos años en las prisiones y los campos de
trabajo forzado chinos. Y esas personas afirman que, si bien no eran “felices”
en el sentido en el que nosotros entendemos habitualmente esta palabra, habían
sido capaces de preservar sukha, ese
estado que nos une a la naturaleza de la mente y a una correcta comprensión de
las cosas y los seres. A Tendzin Tcheudrak, los chinos primero lo enviaron,
junto a un centenar de compañeros, a un campo de trabajos forzados en el noreste del Tibet. Sólo sobrevivieron
cinco prisioneros, uno de los cuales era él mismo. Después lo trasladaron de un
campo a otro durante veinte años, y en repetidas ocasiones creyó que iba a
morir de hambre o a causa de los malos tratos que le infligían. Un psiquiatra
especializado en estrés postraumático, que mantuvo una conversación con Tendzin
Tcheudrak, se quedó asombrado de que hubiera superado esa prueba sin presentar
ningún indicio del síndrome postraumático; no estaba amargado, no demostraba
resentimiento alguno, manifestaba una amabilidad serena y no tenía ninguno de
los problemas psicológicos habituales (angustia, pesadillas, etc.). Tendzin
Tcheudrak y Palden Gyatso han declarado que, aunque a veces habían sentido odio
hacia sus torturadores, siempre habían reanudado la meditación sobre la paz
interior y la compasión. La meditación era lo que había preservado su deseo de
vivir y los había salvado.