Creencia número 2: No hay fracasos. Solo hay resultados.
ANTHONY ROBBINS
Es casi un corolario de la creencia número uno, pero tiene su
propia importancia. La mayoría de las personas, en nuestra cultura, están
programadas para temer eso que llaman fracaso. Sin embargo, cualquiera de
nosotros recordará las veces que deseaba una cosa y obtuvo otra. A todos nos
han “tumbado” en un examen, todos hemos sufrido por amores que no acabaron bien
y todos hemos visto fracasar proyectos de negocios o de otro tipo.
Toda persona obtiene siempre un resultado de un género u otro.
Los grandes triunfadores de nuestra cultura no son infalibles, sino únicamente
personas que saben que, si intentan algo y no sale lo que esperaban, al menos
han tenido una experiencia de la que aprender. Entonces se ponen a aplicar lo
aprendido e intentan otra cosa. Emprenden nuevas acciones y producen tal o cual
resultado nuevo.
Piénselo. ¿Qué activo o beneficio posee usted hoy que ayer no
tuviese? La respuesta es, naturalmente: experiencia. Las personas que temen el
fracaso se hacen representaciones internas, por adelantado, de lo que podría
fallar. Eso es lo que les impide iniciar justamente aquellas acciones que
podrían garantizarles la consecución de sus anhelos. ¿Usted teme al fracaso?
Bien, pero ¿no será enemigo de aprender? Toda experiencia humana puede
enseñarle algo, y en este sentido usted siempre triunfará en todo cuanto haga.
El escritor Mark Twain dijo una vez: “No hay cosa más triste que
un joven pesimista”. Tenía razón. Quienes creen en el fracaso se garantizan,
prácticamente, una existencia mediocre a sí mismos. Quienes alcanzan la
grandeza no perciben el fracaso. No se fijan en él. No dedican emociones
negativas a una cosa que no sirve.
Deje que le cuente la historia de una vida real, de un hombre
que:
-
Fracasó en los negocios a los 31 años
-
Fue derrotado a los 32 como candidato para unas legislativas.
-
Volvió a fracasar en los negocios a los 34 años.
-
Sobrellevó la muerte de su pareja a los 35.
-
Sufrió un colapso nervioso a los 36 años.
-
Perdió en unas elecciones a los 38.
-
No consiguió ser elegido congresista a los 43.
-
No consiguió ser elegido congresista a los 46.
-
No consiguió ser elegido congresista a los 48.
-
No consiguió ser elegido senador a los 55.
-
A los 56 fracasó en el intento de ser vicepresidente.
-
De nuevo fue derrotado y no salió senador a los 58.
-
Fue elegido presidente de Estados Unidos a los 60.
Ese hombre era Abraham Lincoln. ¿Habría llegado a presidente si
hubiese considerado como fracasos sus derrotas electorales? Probablemente no. Hay
una anécdota famosa sobre Thomas Edison. Después de haber intentado 9.999 veces
perfeccionar la lámpara de incandescencia, sin conseguirlo, alguien le
preguntó: ”¿Piensa llegar a los diez mil fracasos?”. Él contestó: “Yo no he
fracasado, sino que acabo de descubrir una manera más de no inventar la
bombilla eléctrica”. Es decir, que había descubierto otra serie de acciones que
producía un resultado diferente.
Los ganadores, los líderes, los mejores (gente que tiene el
poder personal), comprenden que si uno intenta algo y el desenlace no es el esperado, se trata en
realidad de una realimentación: uno utilizará esa información para ajustar más
sus distinciones acerca de lo que ha de hacer para producir los resultados que
deseaba. Buckminster Fuller ha escrito: “Todo lo que han aprendido los humanos,
lo aprendieron como consecuencia de
experiencias de ensayo y error, exclusivamente. Los humanos han
aprendido siempre a través de sus equivocaciones. A veces aprendemos de
nuestras equivocaciones, y a veces de los errores ajenos. Tómese un minuto para
reflexionar sobre los que considere los cinco “fracasos” más grandes de su
vida. ¿Qué aprendió usted de esas experiencias? Es muy posible que figuren
entre las lecciones más valiosas que haya recibido nunca.
Fuller usa la metáfora del timón. Dice que cuando gira el timón
de un barco hacia un lado u otro, el navío tiende a seguir girando más allá de
lo que se proponía el timonel, quien ha de corregir la desviación volviendo el
gobernalle hacia el sentido inicial, en un proceso continuo de acción y
reacción, de ajustes y correcciones. Grabe esa imagen en su mente, la del
timonel que gobierna su barco, que lo lleva hacia su punto de destino
contrarrestando miles de desviaciones de su rumbo teórico, por más tranquilas
que estén las aguas. Es una imagen seductora, y al propio tiempo un modelo
estupendo para quien quiera vivir con éxito. Pero la mayoría de nosotros no
pensamos de esta manera. Cada error, cada desviación, añaden peso al fardo
emocional. Son fracasos. Dan una mala imagen de nosotros.
Muchas personas, por ejemplo, se reprochan a sí mismas su exceso
de peso. Tal actitud no produce ningún cambio efectivo. Más les valdrían asumir
el hecho de que han tenido éxito en producir un resultado, llamado exceso de
grasa, y que ahora deben producir otro resultado nuevo, llamado adelgazamiento.
Nuevo resultado al que se llegará por medio de nuevas acciones.
Si alguien no está seguro de las acciones que se necesitan para
producir este resultado, le aconsejo que modele a alguien que haya producido
ese resultado que se llama adelgazamiento. Tome nota de la acción concreta que produce
esa persona, mental y físicamente, para mantenerse en forma. Produzca las
mismas acciones y producirá los mismos resultados. Pero mientras considere
usted su exceso de peso como una derrota, permanecerá inmovilizado. En cambio,
tan pronto como lo contemple como un resultado que usted ha conseguido, y que
por consiguiente puede usted cambiar sin más demora, el triunfo está
garantizado.
La creencia en el fracaso es un modo de “intoxicar” la mente.
Cuando almacenamos emociones negativas, ello afecta a nuestra fisiología, a los
procesos de nuestro pensamiento y a nuestro estado. El doctor Robert Schuller,
para enseñar el concepto de “pensamiento posibilista”, propone una pregunta
importante: “¿Qué intentaría usted hacer si estuviera seguro de que no podía
fallar?”. Piénselo. ¿Qué contestaría usted a eso? Si realmente creyera que no
podía fallar, posiblemente iniciaría todo un conjunto de nuevas acciones y
produciría resultados nuevos, poderosos y deseables. Por consiguiente, al
emprender el intento ¿no se hizo lo más adecuado? ¿No es ésa la única manera de
progresar? Así que le sugiero que se haga cargo ahora mismo de una cosa: el
fracaso no existe; sólo existen los resultados. Uno siempre produce un
resultado, y si no es el que deseaba, no tiene más que modificar sus acciones y
obtendrá otros resultados nuevos. Tache la palabra “fracaso”, subraye la
palabra “desenlace”, y comprométase a aprender de todas las experiencias.