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POESÍA

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CORTO

* MARIO ALONSO PUIG: "LA FELICIDAD ES DESCUBRIR EN LA VIDA EL SENTIDO DE NUESTRA EXISTENCIA" *


MEDITACIÓN Y RELAJACIÓN

sábado

LOS INCIERTOS LÍMITES ENTRE HOMOSEXUALIDAD Y HETEROSEXUALIDAD - 1



UMBERTO GALIMBERTI

El vínculo afectivo entre personas del mismo sexo ha existido siempre en todas las culturas y en algunas ha sido interpretado como un hecho natural, y en otras como un hecho contra natura. Dado que a la naturaleza, como nos recuerda Heráclito, “le place ocultarse”, la aceptación o la condena de la homosexualidad son fenómenos culturales. Y puesto que la cultura, es más fácil que la naturaleza para embaucar, veamos sus trucos, sus sofisticadas justificaciones, sus nobles intentos.
Platón fue el primero en avanzar la hipótesis de que la homosexualidad no es discriminada por la naturaleza sino por la ley, y por eso escribe que:
De este modo, donde se ha establecido que es vergonzoso mantener una relación homosexual [literalmente, “conceder favores a los amantes”], ello se debe a la maldad de quienes lo han establecido, a la ambición de los gobernantes y a la cobardía de los gobernados.
A partir de esta consideración, Platón vincula la aceptación de la homosexualidad a la democracia.
En la antigüedad la homosexualidad no era un problema, porque la atención no se dirigía al acto sexual, sino al amor entre personas que podía trascender al sexo, porque era capaz de incluir dimensiones culturales, espirituales y estéticas. Esta era la razón por la que el legislador ático Solón consideraba el erotismo homosexual demasiado elevado para los esclavos, y por tanto les estaba prohibido.
El mismo motivo reaparece en la literatura islámica sufí, donde la relación homosexual se interpreta como metáfora de la relación espiritual entre el hombre y Dios. Estética, cultura, espiritualidad, valor y fuerza destila el erotismo de Aquiles y Patroclo, de Sócrates y Alcibíades, y en Roma de Adriano y Antínoo. Al morir su amado, el emperador romano le dedica un oráculo en Mantinea y decreta unos juegos en Atenas, Eleusis y Argos, que siguieron celebrándose durante más de doscientos años después de su muerte.
Todo esto era posible en el mundo antiguo porque lo que se celebraba en el erotismo homosexual era el amor que no excluía el sexo, pero que no se concentraba en el sexo ni lo elevaba a la condición de síntoma. Como nos informa John Boswell, esta tendencia no fue interrumpida en la Alta Edad Media, de modo que atribuir al cristianismo la condena de la homosexualidad no es del todo correcto. Un manual para confesores del siglo VII imponía un año de penitencia para los actos impuros cometidos entre hombres, ciento sesenta días entre mujeres, y más de tres años al sacerdote que fuera de caza.
Las jerarquías eclesiásticas hasta el Concilio de 1179 no consideraban la homosexualidad como un problema que mereciera ser discutido. Anselmo de Aosta, elevado luego a los altares, podía tener relaciones amorosas primero con Lanfranco y luego con una serie de discípulos suyos, a uno de los cuales, Gilberto, dedica todo un epistolario donde se puede leer:

Amado amante, dondequiera que vayas mi amor te seguirá, allí donde yo esté mi corazón como un sello sobre la cera, ¿cómo podrá ser apartado de mi memoria? Sin que tú digas una palabra, sabes que te quiero. Y nada podrá aplacar mi alma hasta que regreses, mi otra mitad separada.

Hasta el siglo XII la teología moral trató la homosexualidad, en el peor de los casos, con el mismo criterio con que trataba la fornicación heterosexual, sin pronunciarse con una condena explícita. Fue con las Cruzadas de los siglos XIII y XIV contra los paganos cuando comenzó, como ocurre siempre en todos los “choques de civilizaciones”, un clima de intolerancia, no solo contra los musulmanes, sino también contra los herejes y los judíos expulsados de muchas regiones de Europa.
A las Cruzadas les siguió la Inquisición para reprimir la magia y la brujería, cuando no también la ciencia y la filosofía. Y en este clima de intolerancia con las desviaciones de la norma de la mayoría cristiana, que cada vez se volvía más rígida, se vieron envueltos también los homosexuales, que fueron perseguidos como los herejes y los judíos.

Sin embargo, el golpe de gracia, en forma de condena definitiva de la homosexualidad, llegó en el siglo XIX con el nacimiento de la medicina científica, que, con la mirada puesta exclusivamente en la anatomía, la fisiología y la patología de los cuerpos, estableció que, dado que los órganos sexuales son los encargados de la reproducción y esta solo es posible entre un hombre y una mujer, toda expresión sexual al margen de este registro es patológica.
Así fue como la homosexualidad pasó de “pecado” a “enfermedad”, y el psicoanálisis nacido de la cultura médica, tras haber señalado en el Edipo la “forma” correcta de desarrollo psíquico, solo tuvo que registrar la homosexualidad entre las “perversiones”. Reconoció  que la ambivalencia sexual, la actividad y pasividad son prerrogativas de cada sujeto, pero después de ese reconocimiento no dudó, tras haber acuñado el nombre, en considerar la homosexualidad como un fallo en desarrollo físico. Ya no un “vicio”, como para la religión, sino una “desviación”.
Cuando más tarde la historia comenzó a coquetear con los delirios de la raza pura, con este soporte científico los homosexuales corrieron la misma suerte que los judíos, los gitanos, los minusválidos y los enfermos psíquicos. Ahora estamos a la espera de que la genética emita su veredicto y, cuando lo haya hecho, se apropiarán de su palabra iglesias y legislaciones homófobas, como confirmación de sus posiciones ideológicas o de fe.
¿Qué podemos decir? Que la historia está llena de juicios y prejuicios, y que la gobierna no tanto la naturaleza del hombre como su cultura, que no rechaza la referencia a la naturaleza cuando le sirve para fundamentar sus normas éticas y jurídicas. De ello se sigue que Platón tiene razón cuando dice, a propósito de la homosexualidad, que el verdadero problema no es el sexo, sino la democracia.
En efecto, no es necesario partir del sexo para comprender algo de la condición homosexual y, por tanto, también de la heterosexual. Porque una de dos: o estamos convencidos de que la dimensión sexual es la dimensión que fundamenta todo ser humano y capaz, por consiguiente, de agotar toda expresión y todo vínculo afectivo, o bien consideramos que lo que une a dos personas es una atracción que siempre y ante todo es intelectual y emotiva, cognitiva y conductual, y solo después también sexual.
En el primer caso, el homosexual es “distinto por naturaleza”; en el segundo caso es una de las muchas expresiones con que la afectividad humana puede manifestarse. Como se ve, la diferencia es radical, porque en la primera hipótesis se confirman todos los prejuicios que inciden nocivamente en la formación de la identidad del homosexual, obligada a moverse entre la provocación y la reactividad. En la segunda hipótesis se reconocen las diferencias que caracterizan las maduraciones afectivas, que permiten al homosexual aceptar serenamente su propia identidad e impiden al heterosexual homologarse a una identidad preformada, igual para todos y, por tanto, “natural y sagrada”.
Utilizo expresamente estos dos adjetivos en referencia a la ciencia, que se considera la única competente en la “naturaleza” humana, y a la religión, que de rebote la “sacraliza” como principio inmutable del orden. Y no es casual que precisamente la ciencia y la religión, tan divergentes en muchos temas, hayan acordado una santa alianza en la condena de la homosexualidad.
Todos sabemos ya que la ciencia no conoce el alma porque es una dimensión que escapa a sus métodos que son de tipo cuantitativo, pero tampoco conoce el cuerpo porque, debido a las exigencias de su método, se ve obligada a reducirlo a organismo, de modo que por ejemplo sabrá acerca del ojo todo lo que un oculista sabe, pero sin conseguir explicar nunca qué es la intensidad de una mirada, o la diferencia entre la risa y el llanto, puesto que ambas manifestaciones utilizan la misma musculatura facial.