¿Cómo
influyen en la identidad sexual las técnicas cada vez más sofisticadas que la
ciencia médica pone a disposición de la práctica sexual? Pienso, por ejemplo,
en la introducción y uso de los anticonceptivos que, al disolver el atávico
nexo que unía el placer sexual a la reproducción, han constituido el único
fundamento verdadero de la liberación de la mujer. Solo tras su aparición el
feminismo consiguió como exigencia ideológica impulsar la liberación de la
conciencia femenina, que la bioquímica había liberado ya con el sólido e
irreversible registro de la materia. Las mujeres salieron de las paredes de la
casa, donde eran cuerpos de servicio y cuerpos de reproducción, para caminar
por las calles de la ciudad de día y de noche como cuerpos de seducción y
cuerpos de belleza.
El
esquema de la relación hombre-mujer se ha transformado radicalmente. El hombre,
que solo conocía su propio cuerpo como cuerpo libre de la cadena de
reproducción se ha encontrado con otro cuerpo liberado (bioquímicamente
liberado), y su esquema de vida ha sufrido unas consecuencias que le han
obligado a una transformación y a una nueva visión de sí mismo como nunca antes
lo habían hecho en unos términos tan claros y perentorios ninguna idea, ninguna
guerra, ninguna revolución ni ningún cambio cultural o histórico.
Liberada
del ritmo de la naturaleza a la que estaba atada desde el origen del mundo, la
mujer, con su ingreso en la historia, que hasta ahora había sido prerrogativa
exclusiva del hombre, ocupa al menos en Occidente cada vez más puestos de
trabajo y a menudo de responsabilidad, mientras en casa la sustituyen niñeras y
mujeres inmigrantes dedicadas al servicio doméstico; retrasa el deseo de tener
un hijo hasta los límites de la edad fisiológica, libera cada vez más la
sexualidad haciéndola muchas veces menos poética y más práctica; desplaza los
límites del habitual sentido del pudor, obligando a la moral a hacer toda clase
de piruetas para convertir en tolerable lo que antes era vergonzoso; obliga a
las terapias psicológicas a reconfigurarse, porque la metáfora sexual sobre la
que habían erigido sus edificios ya no se sostiene ni como tabú ni, a lo sumo,
como deseo.
Pero
aquí no acaban las consecuencias. Cuando la mujer estaba atada a la naturaleza
y el hombre era libre de actuar en la historia, la diferencia sexual la marcaba
la pertenencia a dos escenarios distintos. Ahora que la emancipación femenina
ha confundido los escenarios surge otra verdad: que los sexos son menos
diferentes de lo que se cree, y hasta tienden a confundirse o incluso a
intercambiarse.
Una
vez desaparecida la naturaleza (anatómica) como referente, la técnica, que ha
liberado el cuerpo de la mujer, tiende a confundir la naturaleza con el
artificio, multiplicando los juegos, desarticulando el sexo como primer signo
de identidad para ofrecerlo como excedente de posibilidad. Descubrimos entonces
que nadie está nunca donde cree estar, sino que todo el mundo está donde lo
empuja el deseo. Y como el deseo no conoce límites, el sexo virtual acaba
acercándose y sustituyendo cada vez más al sexo real, que, recluido entre los
angostos límites de la opacidad de la carne, no halla otra expresión que una
vulgar mecánica y física carnal. Desde el punto de vista del deseo, nada
interesante.