Hace
bien la ciencia en
seguir su método, porque de lo contrario estaría en juego su cientificidad y
por tanto su eficacia, pero eso no quita que este método, que hasta los
científicos más prudentes consideran “reductivo”, no sea capaz de explicar la complejidad de la existencia
humana y, sobre todo, la inmensa gama de sus manifestaciones afectivas.
Sin embargo, la ciencia lo intenta, y entonces la afectividad se convierte en
una pulsión, la pulsión en un producto hormonal, y ahora que la genética hace
su prepotente aparición en el conocimiento médico, ¿por qué no buscar el gen
del amor, del mismo modo que se intenta hallar el de la tristeza y el de la
felicidad?
Mediante
estas operaciones reductivas el vínculo afectivo entre personas
del mismo sexo se convierte en pura y simple “sexualidad”, que, al no ser destinada
a la reproducción, no puede ser más que sexualidad desviada, desorden biológico
cuya naturaleza se descubrirá más pronto o más tarde. Esta lógica aberrante de
la ciencia es aceptada por los heterosexuales que así se sienten “normales”,
por los homosexuales que (si la homosexualidad es biológica) se sienten
inocentes, y por los hombres de religión que no acaban de creerse que puedan
replantar el árbol del conocimiento del Bien y del Mal sobre el sólido terreno
de la ciencia.
¿Y
qué pasa con la diferencia en la manifestación de los vínculos afectivos que la
historia de la humanidad, desde el comienzo de sus días, ha contemplado
siempre? ¿Y con la construcción de la identidad en contextos que no estén
cargados de condenas y de prejuicios? ¿Y con las reglas de la democracia por
las que todo el mundo tiene derecho a manifestar su propia identidad sexual en
las relaciones del contexto social y no solo entre las cuatro paredes del
dormitorio, sino en todos los planos de la existencia? Objeta la ciencia: no son
problemas científicos, por consiguiente son problemas sin importancia.
Así
razona la ciencia, y a continuación la religión, y de forma ambigua la opinión
pública, que tiene muy en cuenta las palabras de la ciencia y no desdeña las de
la religión. El resultado es que la formación de la identidad de un
homosexual se torna extremadamente difícil, porque si para todo el mundo
es ardua la formación de la identidad, piénsese en lo dificultosa que ha de ser para quien vive
en un ambiente cargado de prejuicios y de representaciones sociales que, si se
interiorizan, hacen que el homosexual,
sobre todo si es adolescente, se sienta culpable, inadaptado, distinto,
equivocado y, por tanto, inevitablemente provocador y reactivo.
Y
todo esto porque los vínculos afectivos, que de forma natural
se dirigen a uno u otro objeto, han sido reducidos por la ciencia a hechos sexuales y, por consiguiente, a errores
genéticos, sin la más mínima prueba; en
cualquier caso, si la hubiera, tampoco justificaría este reduccionismo de
carácter materialista, que reduce la riqueza de los movimiento del alma a la
“simplicidad” de las máquinas genéticas, suprimiendo de un plumazo la
especificidad del hombre.
En
esta especificidad insiste el psiquiatra Paolo Rigliano, para quien el
problema de la homosexualidad hay que plantearlo no términos de sexualidad,
sino de afectividad, en todas las formas en que la especie humana sabe
expresarla. Y junto con la afectividad, la democracia, no como simple
aceptación y respeto del “distinto” sino como conciencia de que la diversidad es el rasgo
constitutivo de cada uno de nosotros, porque,
a diferencia de los animales, los hombres no son “género”, sino individuos”.
Este concepto, que el filósofo
cristiano Soren Kierkegaard no cesaba de repetir, pertenece
todavía a la cultura cristiana, que en las declaraciones de sus representantes
religiosos y políticos consideran aun la homosexualidad como un “género” (el género del desorden moral, cuando no
natural), y no a la historia personal de los individuos, a la
cualidad de sus personales e irrepetibles relaciones afectivas, al derecho que
tienen de poder expresarlas en el contexto social, donde tienen derecho a vivir
y expresarse como todo el mundo.
He
dicho “derecho”, pero también podría decir “deber”, porque, en el fondo, ¿qué piden los homosexuales sino deberes de convivencia, de
responsabilidad familiar, de aceptación del otro, y también de ese otro que
cada uno de nosotros es para sí mismo? Lo han experimentado
en su propia piel y tal vez puedan enseñarnos algo,
no tanto mediante una búsqueda espasmódica de visibilidad sino, como escriben
Paolo Rigliano y Margherita Graglia, creando un lenguaje autónomo, auténticamente propio, que
aparte a los homosexuales de esos retazos terminológicos, de esos lugares comunes
mediáticos, de esas representaciones estereotipadas, que los confinan a los
recintos delimitados de expresiones compartidas y utilizadas por todos, como
son “orgullo gay” y “salir del armario”.