Asegura el psiquiatra y escritor
Andrew Marshall que hasta hace pocos años el matrimonio era la piedra de toque
de una sociedad dispuesta a que sus individuos mantuviesen el tejido social a
cualquier precio, ahora rige el convencimiento de que los adultos tienen
derecho a tener experiencias afectivas plenas a lo largo de toda su vida. El
problema que ve Marshall es que el indicador que utilizamos para medir la
vigencia de nuestras parejas ya no es el afecto o el amor, sino el
enamoramiento. Y que el grito de guerra que más escucha en su consulta es: “Te
quiero…, pero no estoy enamorado de ti”. ¿Y qué diantres puede contestar el
otro ante semejante reproche?
¿Es cierto que el enamoramiento se parece a una enfermedad
compulsiva?
Los estudios más
rigurosos afirman que el enamoramiento se parece como una gota de agua,
químicamente y por sintomatología, a un desorden obsesivo-compulsivo. Sospecho
que la única razón por la cual no han catalogado al enamoramiento como
enfermedad común es porque no pueden encerrarnos a todos.
¿De qué sirve enamorarse?
El enamoramiento
es un proceso puñetero pero que puede resultar útil de cara a la transformación
y al aprendizaje personal. Es el momento, tal vez uno de los pocos, en que
logras hacerte vulnerable, y por tanto abierto al cambio. El precio a pagar
puede ser alto, porque a la naturaleza le importa muy poco que sufras o no:
sólo quiere asegurarse de que, desafiando el sentido común, dos personas formen
un nido en el que criar a un par de ejemplares de la especie humana. Y casi
todos picamos, sin tener en cuenta que el amor tiene etapas y que, aunque
cueste creerlo, todas podrían ser interesantes.
¿Cúal es la primera etapa del enamoramiento?
La piel de plátano
en la que resbalamos para iniciar el proceso del enamoramiento se llama “limerencia”.
Aquí nos sentimos de repente libres como el aire, gran paradoja, porque es
justo entonces cuando nos ponemos la soga al cuello. En esos meses iniciales te
acicalas, te obsesionas, fantaseas y sientes un deseo compulsivo de fundirte
con el otro. Sospecho que es un proceso universal que resulta muy popular
porque parece la respuesta a la plegaria con la que nacimos: “Tengo miedo, no
quiero estar solo, quiero que me quieran”.
¿Y cuando el enamoramiento acaba?
Superado ese
trance patológico viene la sensatez, lo que Marshall denomina el establecimiento
del vínculo amoroso. La diferencia entre la limerencia y el vínculo amoroso es
sencilla: la primera, al ser una estrategia interesada de la naturaleza,
funciona sola. No hay que hacer nada, sólo dejarse llevar por las promesas de
amor eterno. En cambio, el vínculo amoroso necesita cuidados y esfuerzos
continuados. Y a veces, atosigados por las preocupaciones y el cansancio
diarios, nos descuidamos…, hasta que el vínculo amoroso se transforma en simple
afecto. Ahí empiezan los problemas, porque el afecto es perfecto para los
amigos y para los hijos, pero no es suficiente para la pareja. La pareja
necesita que mantengamos vivo el vínculo amoroso.