Si bien es
concebible remediar los dolores mentales transformando la mente, ¿cómo podría
aplicarse el mismo proceso al
sufrimiento físico? ¿Cómo se puede hacer frente a un dolor que nos empuja a
los límites de lo tolerable? Una vez más, conviene distinguir dos tipos de
sufrimiento: el dolor físico y el sufrimiento mental y emocional que el primero
engendra. Indudablemente, hay varias maneras de vivir un mismo dolor, con más o
menos intensidad.
Desde el
punto de vista neurológico, sabemos que la reacción emocional al dolor varía de
forma importante de un individuo a otro y que una parte considerable de la
sensación dolorosa se halla asociada al deseo ansioso de suprimirla. Si dejamos
que esa ansiedad invada nuestra mente, el más benigno de los dolores se vuelve
enseguida insoportable. Es decir, que nuestra apreciación del dolor depende
también de la mente, la cual reacciona ante el dolor mediante el miedo, la
rebeldía, el desánimo, la incomprensión o el sentimiento de impotencia, de
suerte que, en lugar de padecer un solo tormento, los acumulamos.
Entonces,
¿cómo dominar el dolor en vez de ser víctima de él? Si no podemos escapar de
él, más vale aceptarlo que intentar rechazarlo. Tanto si caemos en el desánimo
más absoluto como si conservamos la presencia de ánimo así como el deseo de
vivir, el dolor subsiste, pero en el segundo caso seremos capaces de preservar
la dignidad y la confianza en nosotros mismos, lo que establece una gran
diferencia.
Con este
fin, el budismo ha elaborado diferentes métodos. Uno recurre a la imaginería
mental; otro permite transformar el dolor despertando al amor y a la compasión;
un tercero consiste en la examinar la naturaleza del sufrimiento y, por
extensión, la de la mente que sufre.