Hace
apenas una semana compartía mi experiencia escribiendo La edad de la ira con
la gente de Educación COGAM que
se encarga, voluntariamente, de poner en marcha talleres contra la homofobia en
las aulas de la Comunidad de Madrid.
Surgió, cómo no, el tema de la
invisibilidad de los docentes LGTB -¿cuántos profesores estamos fuera
del armario en nuestras aulas?-, uno de los puntos que se abordan en la novela y que,
personalmente, me siguen pareciendo esenciales en el camino hacia la
normalidad. Pero, más allá de eso, se me quedó grabada una palabra que
todos los allí presentes repitieron porque la habían presenciado en esas aulas
donde trabajan con chicas y chicos de entre trece y dieciocho años. La palabra
-terrible en su contundencia- era, cómo no, un viejo conocido:
Miedo.
Esa era la impresión que recogían de
quienes, acabadas sus charlas, se acercaban a ellos en más de una ocasión
intentando dar un paso hacia delante para romper las ataduras de una identidad
que no querían seguir escondiendo.
El miedo a ser, el miedo a sentirse distinto, el miedo a no ser aceptado…
Y tuve que darles la razón, porque -como docente- también he sido testigo de
ese mismo miedo y, peor aún, de las consecuencias que,
impensables en el siglo XXI, ha tenido -en sus familias, en sus centros
escolares, en sus grupos de amigos- la salida del armario de algunos y algunas
adolescentes de mi entorno. Esas consecuencias me provocaron la rabia que se
oculta bajo el título de La edad
de la ira, porque su ira no es de los adolescentes -nunca lo fue:
lo suyo es necesaria rebeldía-, sino la ira de un tiempo que sigue
ofuscado en la barbarie y en la violencia, un siglo con alma de cangrejo donde
a cada avance social le sigue la amenaza de un nuevo retroceso.
Porque -y los conocemos, están junto a
nosotros- sigue habiendo psicólogos que te ayudan a curarte de esta
“enfermedad” de la homosexualidad. Y profesores que vuelven la cara hacia otro
lado -o fingen no escuchar- cuando surge una situación de acoso homofóbico en
el aula. Y compañeros de clase que usan el maricón
o el bollera como forma de desprecio, burla e
insulto. Y padres que rechazan la identidad sexual de sus hijos porque no hay
otro camino que no sea el heterosexualmente fijado por sus nobles y cristianas
tradiciones.
El miedo sucede. Sí. Está siempre ahí.
Acechándonos. Por eso es tan importante la labor de gente como la de
COGAM. Y la implicación cotidiana de quienes lo hemos superado, quienes
decidimos que ese miedo no iba a acabar con nuestras opciones de ser felices,
sirvamos de ejemplo. ¿Exhibir? ¿Ostentar? ¿Presumir? No, nada de eso. Es mucho
más sencillo. Tan solo necesitamos SER. Pero ser en mayúsculas, sin buscar
palabras neutras en las que camuflar el sexo de quien comparte la cama con
nosotros. Ser con todos sus atributos y sus géneros, sin disfraces verbales,
sin juegos de palabras, sin omisiones ni excusas.
Ser. Y ser sin miedo. Porque ese es el
último refugio de la homofobia, de esa forma de ignorancia extrema que todavía
extiende su sombra a nuestro alrededor. Una sombra que no puede ni debe
paralizar a los y las adolescentes que se
buscan en el dolor que solo conocemos quienes también estuvimos allí, en esa
misma oscuridad, en ese lugar que hemos preferido olvidar y que siempre deja,
nos guste o no, alguna cicatriz.
Ahora que hemos sanado las nuestras,
ahora que el tiempo de nuestras vidas marca otra dirección, es cuando nos toca
ser. Cuando tenemos la obligación de ayudar a que sus nuevas cicatrices también
sanen. Ahora podemos ayudar a deshacer
miedos. A romper armarios. A desterrar -para siempre- las sombras de una
adolescencia que necesita encontrarse, libre, para llegar a ser.