En uno u
otro momento de la vida, todos nos hemos cruzado con seres que respiran
felicidad. Esa felicidad parece impregnar cada uno de sus gestos, cada una de
sus palabras, con una calidad y una amplitud que es imposible no notar. Algunos
declaran sin ambigüedad, aunque también sin ostentación, que han alcanzado una
felicidad que perdura en lo más profundo de sí mismos, sean cuales sean las
vicisitudes de la existencia.
Aunque
semejante estado de plenitud estable se da en casos contados, las
investigaciones en el campo de la psicología social han establecido (después
hablaremos más a fondo de ello) que, si las condiciones de vida no son
demasiado opresivas, la mayoría de las personas se declaran satisfechas de la
calidad de su existencia (una media de un 75 por ciento en los países
desarrollados). Así pues, formarían parte de aquellas para las que, según la
definición de Robert Misrahi, “la felicidad es la forma y la significación de
conjunto de una vida que se considera reflexivamente a sí misma plena y
significativa, y que se siente a sí misma como tal”.
Sería
inútil dejar a un lado estos estudios y sondeos que reflejan la opinión de
cientos de miles de personas preguntadas a lo largo de varias décadas. No
obstante, es lícito cuestionar la naturaleza de la felicidad a la que se
refieren los sujetos interrogados. En realidad, su felicidad se mantiene de
forma relativamente estable sólo porque las condiciones materiales de vida en
los países desarrollados son, en general, excelentes. En cambio, es
esencialmente frágil. Si una de esas condiciones falla de repente, a causa de
la pérdida de un ser querido o del trabajo, por ejemplo, ese sentimiento de
felicidad se derrumba. Además, declararse satisfecho de la vida porque
objetivamente no hay ninguna razón para quejarse de las condiciones en las que
se vive (de todos los países estudiados, parece que Suiza es donde hay más
personas “felices”) no impide en absoluto sentirse a disgusto en lo más profundo
de uno mismo.
Esta
distinción entre bienestar exterior e interior explica la contradicción
aparente de estos estudios con la
afirmación del budismo según la cual el sufrimiento está omnipresente en el
universo. Hablar de omnipresencia no significa que todos los seres sufran
constantemente, sino que son vulnerables a un sufrimiento latente que puede
surgir en cualquier momento y seguirán siéndolo mientras no se eliminen los venenos
mentales que originan la desgracia.