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POESÍA

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CORTO

* MARIO ALONSO PUIG: "LA FELICIDAD ES DESCUBRIR EN LA VIDA EL SENTIDO DE NUESTRA EXISTENCIA" *


MEDITACIÓN Y RELAJACIÓN

jueves

LA VOZ DE LA MEMORIA

Antonio Gutiérrez Dorado
Vicepresidente de la Asociación Ex-Presos Sociales
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La represión legal de los homosexuales durante la dictadura de Franco ha suscitado un gran interés entre los especialistas del derecho, la historia y, sobre todo, en la opinión publica, al desvelarse para ella uno de los misterios de la represión del franquismo. Esto ha sido posible gracias a los testimonios que las propias víctimas han relatado en estos últimos siete años y que ha dado origen a la «Asociación Ex-Presos Sociales». Lo que a continuación vamos a relatar no es un análisis de la represión homosexual sino la voz de las víctimas, la memoria de los mariquitas. En los años 40, los homosexuales sufrían una persecución implacable en Europa y América y aquí, en España, no tardaría en manifestarse. El caso más sonado fue el del célebre artista y cantante Miguel de Molina, que sufrió una brutal paliza a manos de unos falangistas; fue clasificado como pervertido y peligroso, así que temiendo por su integridad decidió exiliarse. Ésta fue quizá la señal que encendió la alarma en la comunidad homosexual, cuya visibilidad se reducía al mundo de la cultura, el teatro, el cabaret y núcleos marginados en las grandes ciudades del país; el resto constituía un gran sepulcro de hipocresía y armario. En Andalucía, muchos gays buscaron refugio en Gibraltar o saltaron a las ciudades africanas de Orán y Tánger. Estas urbes también recibieron una oleada del levante valenciano-catalán; la base de la pirámide de la comunidad gay pronto comprobó la crueldad y rigores que el destino les tenía preparados en la nueva España que apenas amanecía. En Algeciras, varios homosexuales fueron sometidos a escarnio publico en un acto que se repetiría a lo largo de la península y causó terror entre ellos: primero se detenía a los homosexuales que fueran adornados con prendas femeninas o maquillados; en las dependencias policiales se les rapaba y despojaba de sus ropas para ceñirles un mono; luego de hacerles beber aceite de ricino, se les subía a un carro y se les paseaba por el centro de la ciudad hasta que eran conducidos a la prisión, en la que ingresaban por orden gubernativa un periodo de un mes. En 1954, cuando el régimen se sabe protegido por las potencias vencedoras de la II Guerra Mundial, y a un paso del reconocimiento político del Vaticano y los Estados Unidos, se modifica la Ley de Vagos y Maleantes de 1933 para penalizar a los homosexuales. Esta década de los 50, de autarquía y hambre, se ceba en la población, ya que se carece de casi todo. Se desatan epidemias de sarna, piojos, tifus, polio, pero, por fin, el ingreso de España en las Naciones Unidas constituye un motivo de esperanza para el pueblo, que empieza un largo peregrinaje de emigración a Europa y América. Son muchos los homosexuales que aprovechan esta oportunidad para huir e instalarse en Francia, Bélgica, Suiza, Inglaterra y América. Los que desgraciadamente se quedaron aquí se concentraron en Madrid y Barcelona. Pero esta España de rosario y novenas, que celebró por todo lo alto el Congreso Eucarístico que tuvo lugar en Barcelona, había inoculado el odio a los homosexuales, a los que se les consideraba unos pervertidos sodomitas que ponían en peligro los valores de la patria y de la familia. Por lo tanto, una vez penalizada la homosexualidad se consideraron medidas de internamiento, tanto en prisiones como en centros de trabajos forzados; ejemplo de ello fue la colonia agrícola penitenciaria de Tefía, en Fuerteventura. Las medidas de seguridad contempladas en la reformada ley eran las siguientes: reclusión durante un período que oscilaba entre un mes y tres años; destierro de un determinado lugar o territorio durante dos años y obligación de declarar durante ese tiempo su domicilio. Inclusión en el registro especial de supuestos peligrosos de la dirección general de la policía. La mayoría de los homosexuales eran detenidos en lugares públicos como cines, parques y urinarios, porque éstos eran los únicos sitios donde podían establecer contacto; también se les detenía a consecuencia de la denuncia interpuesta por algún vecino. Este clima de inseguridad dio lugar a la figura del chantajista, un azote que sufrió buena parte de los homosexuales. Los homosexuales crearon mecanismos de protección: casi nunca se iba solo a los sitios de encuentro y todos adoptan apodos para preservar su identidad de posibles delaciones. En las prisiones se habilitan módulos para los invertidos, siendo famosos el palomar en Carabanchel, la segunda galería en la Modelo de Barcelona y los pabellones de Málaga y Valencia. El régimen penitenciario que se aplica de momento no implica aislamiento con respecto al resto de los presos, aunque su funcionamiento disciplinario era militar. La enfermería, la cocina y la asistencia moral estaban gobernadas por las Hijas de la Caridad. Las condiciones de salubridad y comidas eran penosas. En las prisiones, que en esos años estaban saturadas de presos políticos, el ingreso de los invertidos despertaba una mezcla de sentimientos que iban desde la desconfianza y el rechazo al sometimiento como esclavo sexual. Muchos homosexuales, al encontrarse lejos de sus lugares de origen, una vez que ingresaban en prisión carecían de ayuda exterior. Por esa razón, fueron víctimas de vejaciones, chantajes, violaciones, palizas, castigos, etc. Podemos afirmar que la posición del homosexual en el mundo carcelario equivalía, para unos, a basura, mientras que para otros era mercancía; así lo hemos experimentado quienes desgraciadamente que vivirlo, arrojados junto a malhechores y criminales. A mediados de los 60, un tufillo liberal otea sobre el régimen franquista a causa del turismo y las remesas de dinero provenientes de la emigración, lo que empieza a hacer mella sobre el armazón ideológico y moral de la España fascista y nacional católica. Para los homosexuales, que estábamos señalados en el centro de la diana represora, se abren ilusorios espacios emblemáticos de tolerancia: Torremolinos, Sitges, Barcelona y los dos archipiélagos. El turismo, ciertamente, fue un balón de oxígeno para la comunidad gay de aquellos momentos porque muchos gays europeos empezaron a frecuentar los lugares turísticos y a instalarse en ellos abriendo negocios. Dieron lugar a lo que conocemos como «lugares de ambiente», introdujeron el incipiente movimiento gay de liberación e informaban de las distintas despenalizaciones que empiezan a producirse en Europa, así como sobre la importancia que el movimiento gay adquiere en Norteamérica, así como su carga ideológica. Sin embargo, los integristas guardianes del régimen no tardan en reaccionar, endureciendo de modo selectivo la represión; es decir, concentrándose en los efectos perniciosos que para las buenas costumbres, la tradición y la moral producían las zonas turísticas. Para ello potenciaron la denominada «brigadilla social» de la policía y se organizaban redadas, por orden gubernativa, que arrasaban las zonas de ocio. Estos nuevos métodos policiales causaron mucho daño en la comunidad gay y fueron la causa de una gran cantidad de detenciones y encarcelamientos bajo el amparo de la Ley de Vagos y Maleantes. En junio de 1970, la Ley de Vagos y Maleantes es sustituida por la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social. La comisión de justicia que discutió la ley en junio incluyó a los homosexuales, con la pretensión de regenerarlos o curarlos; esto generó un agrio debate en las Cortes franquistas, que dio lugar a un conato de oposición e incluso a cartas de protesta de un activista gay catalán desconocido en aquellos momentos, pero que luego se revelaría como alma del frente de liberación gay catalán y español, Armand de Fluvià. La disputa giraba entre las corrientes de pensamiento psiquiátrico que planteaban una causa psíquica o de la personalidad frente a las conductas hasta ese momento consideradas inmorales o contra natura; esta irracional posición fue la que finalmente logró imponerse por lo que, a tenor de esta ley, a los homosexuales se les consideraba esencialmente enfermos; a la represión de la homosexualidad como delito le sucedió la de una represión médica. Para ello se habilitaron las prisiones de Huelva y Badajoz como centros de tratamientos para invertidos, que a la postre se convirtieron en verdaderos infiernos para quienes los habitaron. Fueron auténticos centros de experimentación y destrucción. Resultaron más tremendas que la estancia en las grandes prisiones como presos preventivos en espera de una sentencia y clasificación médico-psiquiátrica que te despachara para uno u otro de estos centros. Pero lo más amenazante de esta ley es que trasladaba la decisión de la represión directamente al ámbito familiar desde el momento en que el juez podía considerar oportuno que el homosexual se sometiera a tratamiento en vez de ser enviado a prisión, en caso de mediar una petición familiar. Este tratamiento se basaba en sesiones de terapias, fundamentalmente de dos tipos, las eméticas y las eléctricas, sin excluir la más radical, la lobotomía: una intervención quirúrgica para modificar el cerebro. Esta última técnica se practicó en clínicas privadas y en la cárcel de Carabanchel. Esta Ley fue una de las cartas de presentación de Carrero Blanco, entronizado a presidente de gobierno de una dictadura que olía a cadáver; la represión fue brutal en términos globales por lo que las zonas turísticas, que habían sido severamente rastreadas, pero no anuladas, no pudieron resistir los varios estados de excepción que tuvimos que sufrir los españoles por generosidad del delfín del Generalísimo. Fuimos, la generación de los 70, los jóvenes homosexuales del momento, quienes tuvimos que pagar el precio terrible del odio. En mi caso me abrió expediente el juez ponente de la ley, Antonio Savater, justo al año de su publicación en el BOE. En 1971 se producen, de manera coordinada, redadas en los sitios de ambiente de las grandes capitales del país y se pone en marcha un plan de limpiar España de invertidos o «maricones», y lo mejor de todo es que no se llevan a cabo como represión sino para curarlos. En las cárceles de Madrid, Barcelona, Valencia, Málaga y Bilbao se van concentrando las víctimas de las redadas policiales. Comienza a funcionar una especie de plan regenerador, ideado por el cuerpo técnico de instituciones penitenciarias. Un nutrido grupo de psicólogos-criminalistas empiezan la tarea de clasificación para, una vez sentenciados, ingresar en las reconvertidas prisiones de Huelva y Badajoz en jaulas para invertidos pasivos, activos y congénitos, según la tabla de medir la homosexualidad - y su peligrosidad social— de este régimen fascista de comunión religiosa diaria. Régimen que, curiosamente, hacía causa común, en este tema, con el otro lado del muro de Berlín. Desde el momento de nuestra detención, una serie de secuencias y emociones, en muchos casos indescriptibles, nos perturban y paralizan. Normalmente, cuando nos detenían los policías nos dispensaban un trato vejatorio físico y psíquico, con notoriedad pública, para avergonzarnos y ellos recibir la aprobación de los testigos. Luego, a empujones, nos introducían en los ZETA, los coches patrulla que usaban los «grises» (así llamados por el color de su uniforme) y nos conducían hasta la jefatura superior de la policía; una vez en los calabozos se nos agrupaba en una celda mientras los policías de guardia, entre risas y bromas, trataban de ganarse nuestra confianza dándonos algunos privilegios como limpiar las letrinas, repartir el rancho y hacer la guardia de noche con ellos. La estancia en las dependencias policiales, en nuestro caso, duraba dos o tres días; para los detenidos políticos podía alargarse según las necesidades —hemos sido testigos, y en algunos casos víctimas, de torturas violaciones y humillaciones sin numero—. En las lecheras (así llamadas por ser furgonetas, en lugar de automóviles) nos trasladaban al Juzgado; a veces, por la saturación de detenidos, permanecíamos un día en sus infestos y terribles calabozos hasta que te llamaban a una especie de vistilla de sala en la que el secretario del Juzgado de Peligrosidad Social, el fiscal y la denuncia de la policía, junto a tu declaración, decidían tu destino a la cárcel en espera de juicio. Con 17 o 18 años no se es muy consciente de la secuencia que en ese momento se está viviendo; bajas de nuevo al calabozo sin saber qué va a ser de ti, pero un aguijón está a punto de herir mortalmente tu juventud. Las horas se hacen interminables esperando la decisión de la sala; el silencio espeso de los calabozos se ve interrumpido por las voces de los funcionarios, acompañados de guardias civiles. Tras golpes de cerrojos abren la puerta de la galería y varios guardias civiles toman posición, mientras un funcionario lee los nombres de los que van a prisión; metódicamente se procede a abrir las celdas y, de uno en uno, vamos saliendo mientras un guardia civil nos esposa hasta formar una cadena humana que es introducida en un furgón celular, que nos lleva hasta la cárcel. Cuando bajas del furgón y se abre el rastrillo de la prisión, el oficial de la conducción entrega al jefe de servicio de guardia las órdenes de ingreso. Entonces te nombran, te quitan las esposas, se cierra el rastrillo y el mundo se hunde a tus pies. A continuación, una vez concluidas las formalidades del ingreso te conducen a una especie de sala donde te despojas de todas tus ropas y pertenencias, te tallan, pesan, toman huellas dactilares y hacen unas fotografías. Una vez terminado este examen, los funcionarios de la cárcel te llevan a una galería que llaman de ingreso y donde conoces lo que va a ser tu hogar en adelante. Durante cinco días permaneces sin salir de la celda para nada y a cada toque de recuento tienes que estar firme a la puerta. Cualquier negligencia se arregla a golpes y patadas; los demás toques que regulan la vida de la prisión van penetrando poco a poco en tu cabeza. Los enseres que te entregan se reducen a una colchoneta rellena de soga prensada, una manta tiesa y maloliente que no abriga pero pesa como un muerto, plato y cuchara de aluminio y un vaso de plástico. Las celdas son habitáculos de 4 x 6 metros para tres, a veces cuatro personas, en las que un lavabo, un urinario y camas literas constituían el único mobiliario. Estaba absolutamente prohibido tener objetos personales que no fueran los necesarios para la higiene, tabaco o comida, comprada en el economato de la prisión. Si recibías un paquete del exterior te lo registraban; muchas cosas las confiscaban y otras desaparecían. Ninguna foto o póster, algo que rompiera la frialdad de aquella especie de nicho, podías permitirte, por temor a los castigos y paliza que eso podía producir. Los cacheos eran continuos, dependiendo del funcionario, y podían producirse en cualquier momento del día. La Modelo de Barcelona fue la prisión que más homosexuales registró en situación de preventivos. Esta prisión, en la década de los 70, habilitó un módulo especial para invertidos que estaba situado en la parte de entrada a la prisión; se trataba de un pabellón con dos secciones independientes y un patio interior, aislado del núcleo del edificio. La sección que ocupábamos nosotros tenía su entrada por el patio, mientras la otra la ocupaban presos militares. Este patio se convirtió en la sala de espera antes de trasladarnos a Huelva o Badajoz. En él transcurrían los días con las charlas y las sentencias morales de nuestros guardianes, la más laxa de las cuales era: «yo no os gasearía sino que os mandaría a una isla y allí os extermináis entre vosotros». En esta sección se ubicó la lavandería y la colchonería de la Modelo, junto a unos talleres del PPO, obra social de la Organización Sindical Española (el sindicato vertical) que organizaba cursos de capacitación profesional. Nosotros no trabajábamos porque éramos presos preventivos, así que al margen del trabajo en la lavandería y colchonería, que no ocupaba a más de seis personas, estábamos chapados en las celdas o en el patio, una vez que los presos salían de los talleres. Allí, solos y aislados del resto, éramos cobayas con las que experimentaban su metáfora de la isla. Y ciertamente se dieron muchas tensiones y peleas entre nosotros debido a este régimen de aislamiento; esto también dio lugar a que las redes clandestinas de los presos, es decir, el gobierno real de la prisión, fijaran sus ojos en nosotros, facilitando la única salida que teníamos para no volvernos locos: vender nuestros favores sexuales, dejarnos violar o que algún capo, al que deberíamos obediencia, nos adoptara. Todo esto con el peligro que suponía para nuestra seguridad y las penalizaciones a las que podíamos ser sometidos si nos descubrían. Si eso ocurría, aparte de las humillaciones y palizas que recibíamos de nuestros guardianes, se nos abría expediente disciplinario y la mayoría de las veces la sanción consistía en el internamiento en una celda de castigo. Ingresar en celda de castigo es de las experiencias más traumáticas que se pueden sufrir en la cárcel. En la Modelo de Barcelona estaba situada en la última planta de la quinta galería, donde estaban los presos por delitos de sangre y fuego. Este inhumano castigo consiste en estar todo el día encerrado en una celda desprovista de cama y lavabo y que sólo tiene una taza de water. La comida consiste en un trozo de carne de membrillo y un jarro de agua que se distribuye a la hora del toque de silencio; a la vez, te daban el colchón y una manta mientras, al toque de diana, te los retiraban. Esto sucedía cada uno de los diez o veinte días que te podían caer. No podemos dejar sin señalar en este relato la silenciada situación que vivieron los homosexuales ingresados en sanatorios psiquiátricos. La mayoría de los casos se dieron por vía judicial, a petición de la familia, pero en otros se produjo de forma voluntaria, debido a la presión social y a la influencia que como consejeros tenían los curas y religiosos. Curiosamente, la mayoría de los ingresos se efectuaron en clínicas gobernadas por religiosos, aunque también hay casos de ingreso en psiquiátricos penitenciarios; por esta vía también se puede rastrear la represión de las lesbianas. No tenemos palabras para describir los sufrimientos y anulación que sufrieron los homosexuales de ambos sexos. Los pocos testimonios que se han dado a conocer sólo son una muestra de una realidad muy extendida por desarrollarse de la mano de la familia, por lo que habrá que esperar un tiempo para que este aspecto de la represión pueda ser estudiada, aunque eso no nos impide señalar que determinadas corrientes psiquiátricas pueden convertir la Psiquiatría en una herramienta terrible de poder inquisidor. Esta situación perduró hasta 1980, año en el que la judicatura deja de aplicar a los homosexuales la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social atendiendo a la nueva realidad constitucional. También influyó la proposición no de ley presentada por el PCE y el PSOE, en 1979, para que dejara de aplicarse esta ley a los homosexuales, que hasta ese momento no se habían beneficiados de ninguna de las medidas de gracia, libertades y derechos que empezaban a disfrutar los españoles. Ciertamente, en la transición apareció con fuerza la cuestión homosexual dando lugar a una proliferación de siglas gays, unas de orientación cristianas y otras muy extremadas, que fueron la matriz del cambio que, en la sociedad, se ha producido con respecto a la homosexualidad. En aquellos años los activistas gay tuvieron que empezar militando en los partidos y sindicatos que emergían; desde esas estructuras comenzaron una labor de denuncia y reivindicación. El resultado de esa tarea fue la campaña por la abolición de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social y la amnistía para los presos homosexuales. Estos hechos dieron lugar a las primeras manifestaciones por los derechos de los gays y lesbianas y al nacimiento oficial del movimiento homosexual de los pueblos y naciones de la Península Ibérica. Desgraciadamente, para quienes padecieron persecución y fueron enviados a la cárcel supuso poco que se dejara de penalizar la homosexualidad pues, como la ley siguió vigente hasta 1995, y al no haber sido beneficiados por la amnistía, las fichas policiales y los expedientes judiciales estuvieron activos tanto en los registros de la Dirección General de la Seguridad como en los juzgados de vigilancia penitenciaria hasta el año 2000; todavía constituye un tema a zanjar. El hecho es que, a partir de los 80, la sociedad española entró en un proceso de cambio que se tradujo en una laxitud moral con respecto a las tradiciones y costumbres y la tolerancia hacia la homosexualidad y la igualdad de la mujer. Esto no justifica la represión de personas que en democracia estaban legalmente marcadas por su pasado y cuyas historias, y difícil destino posterior, no habían interesado a nadie.
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[Este texto está extraído del libro del profesor Javier Ugarte
"UNA DISCRIMINACIÓN UNIVERSAL"
que se publicará en breve]



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